Una vez instalado cómodamente, es un decir pues las sillas adosadas de los aeropuertos no me parecen nada cómodas, me dispuse a la lectura y a degustar mis antojadas galletas; a dos sillas de la mía se sentó una señora bastante bien vestida, con una revista en sus manos que empezó a ojear, entre ella y yo se encontraba el paquete de galletas, sobre la silla que quedaba vacía.
De pronto sucedió algo que me dejó perplejo y es que cuando cogí mi primera galleta noté como me miraba, por el rabillo del ojo, mientras ella tomaba otra; iba a increparla cuando algo me paralizó impidiéndome reaccionar ante lo que acaba de suceder, tal vez por temor a organizar un pequeño espectáculo o por la vergüenza ajena que me producía, por lo que decidí fingir no haberlo notado y continúe con mi lectura.
Pero a partir de ese momento, cada vez que yo cogía una galleta, ella repetía el gesto aprovisionándose de otra; era tal el grado de indignación y estupefacción que aquello me estaba causando que no lograba ni concentrarme ni reaccionar.
Cuando observé que tan solo quedaba una galleta en el paquete me pregunté a mi mismo ¿Qué hará ahora esta “tía” con tanto morro? Y la respuesta volvió a llegarme en forma de sorpresa; con tranquilidad, soltura y desparpajo, en cantidades que nunca antes había visto, cogió la galleta, la partió en dos y me dejó la mitad para mí; eso ya me pareció demasiado y como además estaban anunciando el embarque de mi vuelo, me levanté indignado y sin decir nada ni coger la media galleta que había dejado para mí, me alejé de aquella señora.
Cuando ya estaba acomodado en el asiento del avión, me di cuenta que dentro de mi pequeña mochila tenía mi paquete de galletas intacto y sin abrir. ¡Tierra trágame! Sentí una indescriptible vergüenza, olvidé que las galletas las había guardado en mi mochila. ¡La mujer había compartido sus galletas conmigo!, ni se puso nerviosa, ni se alteró, la cara que ahora recordaba me parecía de inmensa generosidad y no de “cara dura” como había pensado.
Recorrí todo el avión por si se encontraba en el mismo vuelo, pero mi búsqueda fue infructuosa, lamentablemente ya era tarde, ya no podía disculparme ni darle las gracias por su acto de generosidad e infrecuente comprensión, ¡Qué egoísta, grosero y no sé cuantas cosas más debí parecerle!, y entonces pensé: ¿Cuántas veces en nuestra vida sacamos conclusiones sin la debida cautela? ¿Cuántas veces las personas no son exactamente lo que pensamos de ellas? Y recordé cuatro cosas que en la vida son irrecuperables:
- Una piedra después de lanzarla.
- Una palabra después de decirla.
- Una oportunidad después de perderla.
- El tiempo, después de gastarlo.
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