La RAE define la inteligencia como la
capacidad de entender o comprender, y de resolver problemas, así mismo en su
origen etimológico nos encontramos con la expresión en latín “inteligere”, que
se compone de “intus” (entre) y “legere” (escoger), por lo que podríamos
inferir que ser inteligente es saber elegir la mejor opción de entre las que
disponemos para abordar una situación o resolver un problema.
Pasaré por encima el error frecuente de
considerar cultura como inteligencia ¿Una persona culta es una persona
inteligente? ¡Tajantemente no! Una persona culta puede también ser inteligente,
pero la inteligencia no es una condición que se infiera desde la cultura. En mi
opinión una persona culta es aquella que posee un significativo nivel de
conocimientos, aspecto que no le hace más inteligente que otra persona que
carezca de ellos.
Sí la definición de inteligencia
dependiese de cómo yo la entiendo, diría que: “se trata de la capacidad de ver,
de sentir, de entender y de vivir tu propia vida, de acuerdo con tu propia
identidad y todo aquello que te rodea”, lo que llevaría el concepto de
inteligencia más allá de las capacidades lógico-matemáticas y lingüísticas, que
la mayoría de los test encaminados a medir el coeficiente intelectual
contemplan en detrimento de de otras competencias que puede poseer el ser
humano.
Si nos centramos en el ámbito doctrinal
sobre qué es la inteligencia y en que facultades reside reconoceremos
fácilmente dos corrientes; la que podríamos definir como tradicional y la que
se arropa en nuevas concepciones, la gran diferencia entre ellas es que,
mientras la primera no concebía la otra, la segunda ni niega ni excluye la
primera, sino que la reconoce.
En la corriente tradicional se asumía la
existencia de un conjunto de variables que influían en el desarrollo del
intelecto como, la atención, la capacidad de observación, la memoria, el
aprendizaje e incluso determinadas habilidades sociales, pero siempre
vinculándolas fundamentalmente a la carga genética, lo que etiquetaba de alguna
manera a la inteligencia como factor hereditario.
A esto respecto y aun desconociendo la
veracidad de la misma, quiero incluir una anécdota ilustrativa: “En una ocasión
Albert Einstein conoció a una exuberante actriz, la cual le propuso tener hijos
tan guapos como ella y tan inteligentes como él. Lo que ella no esperaba era la
duda de Einstein ¿Y si nuestros hijos saliesen tan feos como yo y tan idiotas
como tú?”.
Posteriormente, ya en la segunda mitad
del siglo XX surge con fuerza el concepto de “Inteligencia Emocional” y con él
nuevas variables que nos hablan sobre la posibilidad de que la inteligencia
puede ser fomentada y fortalecida y no exclusivamente heredada, que precisa de
disciplina y compromiso, que tiene en cuenta los sentimientos y la
autoconciencia, motivación y perseverancia.
La verdadera inteligencia debe
permitirnos tomar conciencia de nuestras emociones, comprender y respetar los
sentimientos de los demás, aprender a tolerar y superar las presiones y
frustraciones a las que nos somete nuestro día a día; nuestra inteligencia se
hace grande en la medida en que resulta empática y social, lo que posibilita un
mayor desarrollo personal.
En mi opinión no cabe la bipolaridad
doctrinal y creo que, afortunadamente, poco a poco va diluyéndose; los
estudiosos del tema van consensuando que en el terreno de la inteligencia
existe la dotación genética y la experiencia acumulada, lo que nos proporciona
una parcela heredada y otra cultivable. Algo nos da la vida al nacer, pero…
Aprender a gestionar las emociones propias y las de los demás, suponen un
factor de progreso personal ¡A eso le llamo yo, inteligencia del corazón!
No hay comentarios:
Publicar un comentario