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miércoles, 3 de abril de 2013

LA INTELIGENCIA Y EL CORAZÓN



La RAE define la inteligencia como la capacidad de entender o comprender, y de resolver problemas, así mismo en su origen etimológico nos encontramos con la expresión en latín “inteligere”, que se compone de “intus” (entre) y “legere” (escoger), por lo que podríamos inferir que ser inteligente es saber elegir la mejor opción de entre las que disponemos para abordar una situación o resolver un problema.
Pasaré por encima el error frecuente de considerar cultura como inteligencia ¿Una persona culta es una persona inteligente? ¡Tajantemente no! Una persona culta puede también ser inteligente, pero la inteligencia no es una condición que se infiera desde la cultura. En mi opinión una persona culta es aquella que posee un significativo nivel de conocimientos, aspecto que no le hace más inteligente que otra persona que carezca de ellos.
Sí la definición de inteligencia dependiese de cómo yo la entiendo, diría que: “se trata de la capacidad de ver, de sentir, de entender y de vivir tu propia vida, de acuerdo con tu propia identidad y todo aquello que te rodea”, lo que llevaría el concepto de inteligencia más allá de las capacidades lógico-matemáticas y lingüísticas, que la mayoría de los test encaminados a medir el coeficiente intelectual contemplan en detrimento de de otras competencias que puede poseer el ser humano.
Si nos centramos en el ámbito doctrinal sobre qué es la inteligencia y en que facultades reside reconoceremos fácilmente dos corrientes; la que podríamos definir como tradicional y la que se arropa en nuevas concepciones, la gran diferencia entre ellas es que, mientras la primera no concebía la otra, la segunda ni niega ni excluye la primera, sino que la reconoce.
En la corriente tradicional se asumía la existencia de un conjunto de variables que influían en el desarrollo del intelecto como, la atención, la capacidad de observación, la memoria, el aprendizaje e incluso determinadas habilidades sociales, pero siempre vinculándolas fundamentalmente a la carga genética, lo que etiquetaba de alguna manera a la inteligencia como factor hereditario.
A esto respecto y aun desconociendo la veracidad de la misma, quiero incluir una anécdota ilustrativa: “En una ocasión Albert Einstein conoció a una exuberante actriz, la cual le propuso tener hijos tan guapos como ella y tan inteligentes como él. Lo que ella no esperaba era la duda de Einstein ¿Y si nuestros hijos saliesen tan feos como yo y tan idiotas como tú?”.
Posteriormente, ya en la segunda mitad del siglo XX surge con fuerza el concepto de “Inteligencia Emocional” y con él nuevas variables que nos hablan sobre la posibilidad de que la inteligencia puede ser fomentada y fortalecida y no exclusivamente heredada, que precisa de disciplina y compromiso, que tiene en cuenta los sentimientos y la autoconciencia, motivación y perseverancia.
La verdadera inteligencia debe permitirnos tomar conciencia de nuestras emociones, comprender y respetar los sentimientos de los demás, aprender a tolerar y superar las presiones y frustraciones a las que nos somete nuestro día a día; nuestra inteligencia se hace grande en la medida en que resulta empática y social, lo que posibilita un mayor desarrollo personal.
En mi opinión no cabe la bipolaridad doctrinal y creo que, afortunadamente, poco a poco va diluyéndose; los estudiosos del tema van consensuando que en el terreno de la inteligencia existe la dotación genética y la experiencia acumulada, lo que nos proporciona una parcela heredada y otra cultivable. Algo nos da la vida al nacer, pero… Aprender a gestionar las emociones propias y las de los demás, suponen un factor de progreso personal ¡A eso le llamo yo, inteligencia del corazón!

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