¡El dinero no hace
la felicidad! Una expresión que seguro todos hemos utilizado alguna vez y que
hemos escuchado en múltiples ocasiones, una frase cuyo origen se pierde en el
tiempo y de la que desconocemos si la soporta algún fundamento científico, o
simplemente es una especie de bálsamo para todos aquellos que piensan, o
pensamos, que sería preferible poseer algo más, ya sea en el ámbito material o
en el emocional.
Curiosamente parece
que una vez más la sabiduría popular, que suele transmitirse mediante refranes
y proverbios, toma carta de naturaleza fortalecida por el resultado de
diferentes estudios e investigaciones, que llegan a conclusiones del tipo: “El
dinero con el que se puede adquirir aquello que deseas, ir a donde quieras e
incluso disfrazarte tras la vestimenta de la opulencia, puede provocar
satisfacción pero no mayor felicidad”. En el poso de esas conclusiones parece
latente el hecho de cierta dificultad para apreciar los aspectos y placeres más
simples de la vida, precisamente los que se encuentran en tantas y tantas
pequeñas cosas.
Sin embargo, creo
que estamos ante una cuestión poliédrica de múltiples aristas que dificulta el
posicionarse en términos absolutos sobre si el dinero da o no la felicidad; en
principio el dinero es un medio para adquirir bienes y servicios, pero la
motivación de disponer de él puede ser muy diferente en función de la situación
de partida de cada uno. Aunque puede haber más a mí se me ocurren al menos
tres:
Si eres alguien con
dificultad para pagar la hipoteca de tu vivienda y difícilmente llegas a final
de mes sin adquirir alguna que otra deuda, una mejora en los ingresos, aunque
sea leve, sin duda puede conllevar una agradable sensación de felicidad.
Si tu situación es
la de poder atender con justeza todos tus gastos corrientes, pero sin poder permitirte
ciertas licencias que en otros tiempos te eran posible, lo natural es que ante
un pequeño aumento de recursos experimentes una sensación que tal vez no te
colmará de felicidad pero te proporcionará cierto grado de satisfacción.
La tercera situación
se corresponde con quienes han entendido el dinero como un fin y no como un
medio, un camino para alcanzar una cota de poder desde el que esperan acumular aún
más dinero, para ellos una disminución de su renta que pueda cercenar ese
estatus o “prestigio” alcanzado supondrá un estado de infelicidad con
independencia de que su patrimonio siga siendo más que saludable.
Sin embargo, creo
que esta reflexión solo es válida a partir del umbral en el que la persona
tenga cubiertas sus necesidades básicas, alcanzando un mínimo de bienestar
económico que le posibilite un hueco “decente” para vivir en comunidad. Para
los que viven con cierta holgura probablemente no sea el dinero lo que les
proporcione cierta euforia y bienestar, pero para aquellos que se encuentran en
una dura y a veces desesperada pelea, de forma permanente, para que los suyos
no padezcan determinadas carencias, el dinero puede representar una felicidad
que aunque sea simplemente tibia y armoniosa, a la postre resultará
gratificante.
Después de todo
esto estoy dispuesto a admitir que ciertos accesos de felicidad pueden surgir a
causa del dinero, pero ésta tendrá un carácter temporal y por tanto fecha de
caducidad y es que la felicidad no es una meta sino un proceso, lo que nos ha
de llevar a evaluar la posibilidad de nuestros logros y no centrarnos en el
tener o no tener. El aumento de
ingresos sí puede conducir a una felicidad creciente, pero también depende de
si eres optimista, no tiene los deseos por las nubes, y eres realmente capaz de
alcanzar más cosas. Los ingresos económicos son útiles, pero sólo en
ciertas circunstancias.
Cómo dijo Woody
Allen. “El dinero no da la felicidad, pero procura una sensación tan parecida,
que necesita un especialista muy avanzado para verificar la diferencia”.
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