La pulcritud es la
cualidad del pulcro, entendiendo como tal a quién se esmera en la higiene, el
orden, la conducta y el habla, pero como todo en esta vida su exceso conlleva
una penalización, incluso la denominación de su superlativo suena tan feo como
“pulquérrimo” (bueno a mí por lo menos no me gusta).
Sin embargo, la
pulcritud o la falta de ella se convierten en el escaparate, ante los demás, de
nuestra verdadera personalidad; a diario damos buena muestra de ella a través
de nuestras costumbres y conductas, conforme a nuestro aliño personal, nuestro
esmero en el trabajo, nuestra forma de expresarnos, el orden y la limpieza allí
donde hemos de trabajar así como en nuestra vivienda o un diligente cuidado en
el uso de las cosas.
Pero la pulcritud,
con independencia de su grado de desarrollo y la intensidad con que se
practique, es una sensación innata y espontánea que nos acompaña a la mayoría
de las personas; cuando alguien ha de acudir a un acontecimiento al que concede
cierta importancia suele extremar el cuidado de su atuendo, de su peinado y por
supuesto de su aseo personal, incluso repasa su vocabulario o expresiones
habituales para evaluar su conveniencia; en determinadas ocasiones si esperas
una visita en casa acometes un rápido “lavado de cara” de aquello que de no
hacerlo no presentaría el aspecto de ser un espacio limpio y ordenado.
Ambos ejemplos
manifiestan de forma indubitativa que en general evitamos mostrar nuestro
entorno habitual o a nosotros mismos en ocasiones especiales, de forma
insuficientemente aseada o descuidada y esto sucede porque la pulcritud forma
parte de nuestros hábitos o porque entendemos que para los demás es un aspecto
de considerable importancia.
El problema surge
cuando la pulcritud es una conducta forzada y que se entiende exigida por las
circunstancias, sin duda podemos obtener una buena primera impresión positiva,
pero esta suele ser efímera: polvo alrededor y debajo de los adornos (que a veces
visitantes curiosos levantan para observarlos con detenimiento) o polvo sobre
el marco de los cuadros que percibe el inevitable perfeccionista que pretende
alinearlos correctamente.
La pulcritud
forzada en pocos días da paso a que sea apreciable el descuido en la forma de
vestir, un dudoso aseo, una verbalización inadecuada o la desatención hacia las
cosas y la forma de hacer uso de ellas; la primera imagen positiva lograda
comienza a destruirse, ¿La razón? No suele pasar desapercibido el hecho de que la
pulcritud puede ser circunstancial o cotidiana.
Los ejemplos que
inciden directamente, en ser pulcro o no, son numerosos: Ropa limpia y sin
arrugas, pelo cuidado, maquillaje moderado, no comer en el dormitorio, disponer
de un lugar para cada cosa y que las cosas ocupen ese lugar, etc. Son tantos
que puede parecer que es imposible la pulcritud, pero no es así, la suma de
actividades es posible que se nos presente como inabordable, pero si vamos
convirtiendo actividades en hábitos, ser pulcro pasará a ser parte de nuestra
esencia sin demandarnos consumo de energía adicional.
La armonía que
proporciona la limpieza y el orden inspiran respeto a nuestro entorno, pero
también le proporcionan un agradable bienestar. Valores como la disciplina, el
orden o la perseverancia potencian la pulcritud y posibilitan una personalidad
culta y repleta de buenos modales, en lugar de una apariencia ficticia y nada
sostenible.
Las personas que
muestran falta de pulcritud en su aspecto personal y hacia todo aquello que les
rodea, pueden y suelen presentar esa misma carencia en su personalidad, lo que
hace que los demás les vean como personas descuidadas y desordenadas en sus
relaciones interpersonales.
No hay comentarios:
Publicar un comentario