Un secreto es algo
que se tiene celosamente reservado y oculto, al menos eso es lo que dice la
teoría y se supone que no deja de serlo cuando se comparte de forma restringida
y controlada, sin embargo hay teorías que dicen que: “Para guardar un secreto
se necesita de dos. Para que todos se enteren, de tres…”
Razonablemente
cualquier persona alberga algún o algunos secretos; miedos, frustraciones,
creencias y varias razones más son catálogo suficiente para motivar el deseo de
preferir mantener ocultas ciertas emociones que evitamos exteriorizar, otra
razón puede residir en el hecho de creer que estamos en posesión de una
información que si la desvelamos pudiera resultar nociva para nosotros mismos o
para otros.
Otro aspecto del
secreto es su bidireccionalidad, es decir, hay secretos propios y secretos
ajenos, aspectos que decidimos compartir y otros que alguien decide compartir
con nosotros, pero ambos, aunque por razones muy diferentes acaban influyendo
en nuestra vida, pues siempre junto a un secreto emerge una presión emocional.
Cuando ponemos en
manos de otros un secreto, tarde o temprano termina aflorando cierta inquietud
o miedo ante la posibilidad de que deje de serlo y pueda terminar siendo una
noticia, algo de dominio público, incluso que nos haga arrepentirnos de haberlo
compartido, puede que ese temor, esa incertidumbre y ese arrepentimiento, es lo
que posiblemente llevó a François de la Rochefoucauld a sentenciar: “¿Cómo
pretendes que otro guarde tu secreto si tú mismo, al confiárselo, no lo has
sabido guardar?
¿Pero qué sucede
cuando somos nosotros los que custodiamos el secreto de otro? Como una olla a
presión sentimos un cierto hermetismo agobiante e interno que nos oprime y
necesitamos liberar cierta masa de vapor, esto nos puede llevar a confiar ese
secreto a un tercero y peor aun a un cuarto. Y deberíamos tener en cuenta que
los que nos escucharon lo van a seguir compartiendo en su entorno, esto inicia
una cadena sin marcha atrás, una dinámica que convierte un secreto en “Un
secreto a voces”.
Un secreto
compartido defectuosamente o mal interpretado, generará rumores que en su
mayoría serán infundados o dañinos, pero peor aun si se convierten en arma
arrojadiza de quienes entienden poder saldar, con ellos, cuentas pendientes,
cuentas que suelen brotar desde una admiración abortada y transmutada en
envidia renegada.
El mundo de los
secretos tiene dos dimensiones; el de los propios que no deseamos sean
conocidos y el de los demás que nos provoca cierto morbo: ¿Qué hay detrás de eso?
¿Qué es lo que no dice? ¿Qué…? ¿Qué…? Y siempre y tras estas preguntas puede
estar presente la presunción o que aquello fuera como nos gustaría que fuera.
Ser poseedor de un
secreto, propio o compartido, es un reto para nuestra capacidad emocional, cuanto
más trascendental consideremos el secreto y la necesidad de preservarlo, mayor
será dicha carga emocional, incluso física, que afectará a la capacidad de
nuestras relaciones interpersonales, supondrá una servidumbre que nos
acompañará en nuestras relaciones.
Todo secreto exige
de una práctica apropiada para compartir, lo que demanda una capacidad adecuada
de comunicación; elemento básico que no siempre cuidamos suficientemente,
escuchamos lo que nos apetece y transmitimos lo que creemos que nos conviene.
¡Yo hoy lo tengo
claro!: Si creo ser el poseedor de un secreto lo reservo exclusivamente para mí
y si alguien decide hacerme partícipe de un secreto, renuncio a tal privilegio,
brindo mi comprensión y apoyo pero declino conocerlo.
Pero… ¡Chissshhhhh!...
¡Esto es un secreto!
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