Los pueblos romanos y prerromanos de la meseta castellana conocían el uso de la llamada “sagúm celtíbera”, una capa de lana, abierta a los costados y sujeta con una fíbula o broche en el hombro. Los árabes nos legaron el “albornoz” que literalmente significa capa o capote con capucha. En el s. XVI, la capa era signo de linaje, y cuanto más corta, mayor nobleza se le suponía al portador. Así, la capa del Rey estaba rematada en la cintura, los gentiles hombres la llevaban a medio muslo, los artesanos y menestrables por las rodillas, y las de los campesinos llegaban hasta los pies.
Es a partir de este momento cuando la prenda de vestir de estas características empieza a denominarse capa española, extendiéndose su uso a muchos otros países. Con el s. XVIII y la llegada de los borbones, de gustos afrancesados, las capas comienzan a fabricarse con tejidos más ligeros y con colores más vivos, y se utilizan de mayor longitud, conforme a los gustos de la época. Los diferentes colores, como sucediera antes con la longitud, marcaban las diferencias sociales: Las de color grana eran características del pueblo bajo.
En el s. XIX, la capa española, en todas sus modalidades, conoce su máximo esplendor y a principios del s. XX las modalidades de capa se redujeron prácticamente a un solo modelo: Capa de paño negro o azul marino con los bordes delanteros y embozos de terciopelo de vivos colores, con la esclavina adornada con pasamanería y con el cuello rematado por un broche.
En 1766, bajo el reinado de Carlos III, a quién se sobre-denominó “el mejor alcalde de Madrid”, la capa jugó un papel protagonista en la historia de la época, y aunque no puede decirse que fue la causa, al menos la única, sí que fue la mecha que encendió el famoso “Motín de Esquilache”. Esquilache fundándose en razones de seguridad ciudadana, prohibió la capa larga y los sombreros de ala ancha, tratando de implantar la capa italiana, mucho más ligera y pequeña, y el sombrero de tres picos, sin ni siquiera intuir la repercusión política y social que la medida iba a tener.
Realmente esta imposición, que se entrometía en las tradiciones españolas, fue la gota que desbordó el vaso del descontento, colmado por la hambruna existente, la constante e incontenible subida de precios y la presencia de un elevado número de extranjeros en puntos clave de poder. El Rey capituló derogando la Real Orden y retirándose temporalmente a Aranjuez desde donde decretó el destierro a Medina del Campo del Marqués de la Ensenada y la expulsión de territorio español de la Compañía de Jesús, como instigadores y responsables de las revueltas.
Hoy, la capa española, de elegancia propia, es una prenda olvidada por muchos y añorada por algunos, pero unos y otros debieran recordar que “el abrigo se pone y la capa se lleva”.
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