La capacidad de
aprender es inicialmente innata, solo hay que observar a los niños que ávidos
de aprendizaje son como esponjas, seguramente fruto de una condición de
carácter genética que les proporciona una poderosa habilidad de imitación
centrada en su entorno y de forma prioritaria en quienes reconocen como padres;
pero si la carga genética les proporciona esa avidez de aprendizaje a la vez
les confiere la facultad que lo hace posible y esta no es otra que la
persistencia, el esfuerzo, el no importarles las veces que se caen ni sus
balbuceos mientras los demás ríen al no entenderles, pero logran sus objetivos
y tarde o temprano los conocimientos y habilidades se van incorporando.
Creo que no hay
duda sobre el aprendizaje como proceso, que nos posibilita adquirir
conocimientos, habilidades, valores y en consecuencia actitudes; por otro lado
es evidente que en este proceso interviene como variable clave y permanente la
interacción con el medio. En esa interacción, un aspecto constante e
independiente de la edad es la “experiencia” no entendiendo esta como lo que te
pasa, sino lo que haces con lo que te pasa, es decir, como analizas y canalizas
todo aquello que te va sucediendo. Pero… ¿Qué es lo que cambia con la edad?
Es como si esa
carga genética inicial tuviese una vigencia finita y el transcurso de los años
fuese agotando su eficacia, esa teoría, desde luego nada contrastada,
justificaría la mutación de la capacidad de imitación del niño en una actitud
de rechazo y rebeldía del adolescente que pretende liberarse sobre todo de la
influencia de papá y mamá, lo que no interrumpe su proceso de aprendizaje y que
con sus ventajas e inconvenientes le abre a nuevos escenarios y que tarde o
temprano desembarca en el convencimiento de que avanzar aprendiendo requieren
estudio, compromiso y esfuerzo.
Aprender es
adquirir, analizar, comprender y asimilar la información que nos llega y
aplicarla a nuestra propia existencia, pero esto solo es posible si somos
capaces de aceptar con naturalidad que el verdadero aprendizaje puede modificar
nuestra forma de pensar, que no es real la sensación de poseer la única verdad
y eso da entrada a un nuevo actor en escena, traspasada la edad infantil y
adolescente el aprendizaje no es posible sin humildad.
Cuando el imparable
transcurso del tiempo te hace superar primero la infancia y posteriormente la
adolescencia, desaparecen los posible argumentos de referencia y solo quedan
los recursos propios que te obligan a convertirte en el verdadero y único
protagonista de tu aprendizaje.
Es preciso
conseguir que “aprender” sea una de las funciones básicas de la mente,
convertirlo en aquello que nos puede hacer incluso cambiar de comportamiento si
llegamos a considerarlo oportuno, por difícil que nos parezca. Adoptar esta
teoría requiere responderse a dos preguntas: ¿Por qué aprender? y ¿Qué
aprender?
Vaya preguntita la
primera ¿Por qué aprender?, la respuesta podría residir en una nueva pregunta ¿Por
qué no cuidar la cabeza igual que el cuerpo?,
aprender es una terapia para la mente, cuanto más utilicemos nuestra
cabeza, disfrutaremos más tiempo de nuestras capacidades y en mejores
condiciones.
Y… ¿Qué aprender?,
desde luego esto es discrecional, pero parafraseando a no sé quién, “si hay que
aprender se aprende, pero aprender pa ná”, y es que no tendría sentido que me
pusiese a estudiar termodinámica nuclear salvo que pretenda un empleo en la
Central de Garoña. Hay muchas cosas que aprender y que tienen que ver con lo
más cotidiano de nuestra vida, como aprender el funcionamiento de las nuevas
tecnologías, aprender a reclamar, aprender a leer lo que vamos a firmar,
aprender a decir que no, etc.
No hay comentarios:
Publicar un comentario