Cuando oímos el
término “mediocre” deberíamos pensar que se refiere a algo de calidad media, o
tal vez y como mucho, de mérito insuficiente o tirando a malo; esto habría que
entenderlo como una alusión a algo o a alguien situado en una posición media y
no interpretarlo como un término peyorativo que refleja una situación que no ha
llegado a donde cabía suponer, por sus recursos, por las circunstancias y en
una gran mayoría de casos por nuestras propias expectativas de lo que esperamos
que suceda.
Si fijamos los
extremos máximos y opuestos en el fracaso y en la excelencia, la mediocridad
gozaría de un amplio espacio que ocupar, sin caer en uno u otro de los citados
extremos y sin merecer el descrédito que nos sugiere lo mediocre.
Si entendemos por
fracaso el acaecimiento de un suceso lastimoso, inopinado y funesto podemos
afirmar que no todo intento acaba en fracaso y en el inaceptable caso de que
así fuese el término fracaso no habría sido acuñado, pues todo final sería
natural.
Algo similar ocurre
con la excelencia; si todo proyecto o intento deslumbrase por sus resultados no
existiría lo excelso, ningún logro brillaría por encima de otros, pero todo
apunta a que estos hechos sobresalientes se dan.
En mi opinión, como
suele suceder con todos los extremos los resultados que acaban en fracaso o
excelencia son minoritarios, esto nos condenaría a admitir que la mayoría de
nuestros actos caen en el terreno de la mediocridad, algo que no puedo aceptar
y me empuja a encontrar razones que contradigan esta afirmación.
Tras un largo
periodo de reflexión he llegado al convencimiento de que los resultados posibles pueden ser
decepcionantes, excelentes, mediocres o neutros, pero son resultados y el grado
de su logro viene definido por la actitud con la que se acometen.
Los resultados de
fracaso suelen venir acompañados de conductas pesimistas e inseguras, los
excelentes provienen de comportamientos comprometidos y sacrificados sin
excluir la creatividad y el ingenio, los neutros están exentos de unas y otras
condiciones pero queda eximirles de las propias de la mediocridad, podemos no
ser fracasados ni excelentes pero tampoco mediocres, simplemente comunes o
habituales.
La actitud de la
mediocridad tiene un sello propio, representa todo aquello que responde a un
esfuerzo menor del que la persona está capacitada para realizar; conduce al
“ser menos bueno pudiendo ser mejor”, fruto de una ambición sana de
crecimiento, la pereza, la indiferencia, la ceguera o la sordera del verdadero
potencial propio.
La mediocridad no
implica el fracaso total pero llega a ser más peligrosa que este, te sitúa en
la cuerda floja y presa fácil de todas tus debilidades, el mediocre se
convierte en un ser temeroso e inseguro, refugiado en una pretendida
satisfacción rutinaria dibujada por los límites auto impuestos y que sustituyen
la exigencia por la excusa.
El mediocre no
lucha, no goza del reto sino del confort desmedido y de placeres efímeros, el
mediocre asume que los modelos sociales son de una determinada forma que nunca
cambiará, lo que le lleva a rendirse antes de la batalla; no ser mediocre exige
ser como somos y liberados de las cadenas de las apariencias sociales.
Pero… ¿Quién soy yo
para definir la mediocridad de los demás, desconociendo si yo mismo soy
mediocre?
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