No considero que exista una conexión directa entre Sabina y el vino, aunque para mí forman un binomio de lo más gratificante. Sentado cerca de mi chimenea, con una copa de buen vino (un Reserva de Rioja o Ribera de Duero) y un disco de Sabina en mi equipo de música, me dejo mecer por un suave bamboleo y me sumerjo en un océano de emociones, es todo lo que necesito para volar, bueno al menos para que vuele mi imaginación: 19 Días y 500 Noches, Ojos de Gata, Pongamos que hablo de Madrid, Princesa, Calle Melancolía y una lista interminable entorno a las 250 canciones increíbles.
A sus 63 años este jienense nacido en Úbeda sigue luciendo un espíritu adolescente y provocador que encubre la realidad de un cantautor, más bien de un trovador o poeta protagonista de 12 libros (basados en letras de canciones, versos y poemas), dieciséis discos de estudio, cuatro en directo y tres recopilatorios, además de componer para otros artistas. Sin embargo, él huye de la etiqueta de cantautor por sentir que es como si “le pusieran un ladrillo en la cabeza” o de la de poeta que le parece “un traje que le queda demasiado ancho”. ¡Pues nada, le colgaré la de trovador que desconozco que se haya manifestado en contra!
Desde mi pobre cultura musical tengo la percepción de que, en un elevado número de canciones que escuchamos su fondo musical es básico, incluso su carta ganadora. Con Joaquín Sabina me pasa lo contrario, mi sensación es que hay una fuerte preeminencia de las letras sobre la música; haciendo un paralelo culinario diría que, mientras que en infinidad de canciones me parece que la letra es una mera guarnición de una poderosa composición musical, en el caso de Sabina el plato fuerte es la letra, acompañado de una guarnición musical suave que en ningún momento eclipsa el núcleo de la obra pretendida. Y sí ha de usar algún aderezo, que lo hace, están sus gestos y su vestimenta.
De lo que no creo que le resulte nada fácil desprenderse es de su “caparazón barroco”. El sarcasmo, la ironía y la mordacidad son determinantes en la poesía de Sabina, tal vez podría citar otros ejemplos pero a mí siempre me viene a la cabeza Quevedo. Su aparente léxico sencillo y popular se presenta constantemente salteado de cultismos, equívocos, retruécanos y contrastes, pero sobre todo construcciones que le permiten dar energía y viveza a los conceptos que expone mediante la supresión de conjunciones (figuras asindéticas) y utilizar palabras que recogen, de nuevo, el significado de una parte del mensaje ya emitido (figuras anafóricas).
No hace mucho alguien llamó mi atención sobre las comparaciones que se pueden hacer entre el soneto de Quevedo “Amor constante más allá de la muerte” y el la canción “Contigo” de Sabina: “Y morirme contigo si me matas / y matarme contigo si te mueres, / porque el amor cuando no muere mata, / porque amores que matan nunca mueren”. Donde la antítesis en la conjugación de los verbos matar y morir crea una danza de ir y venir, de avanzar y retroceder, en definitiva flotar sin control del espacio que ocupas.
Por ello: Si mi chimenea me da confort, si una copa de buen vino me provoca efluvios cual malvasía y la música de Sabina me genera un sinfín de emociones, supongo que entenderéis mi dificultad para describir lo que me sucede cuando uno los tres elementos… Me rio yo de los efectos misteriosos del triángulo de las Bermudas, y es que desaparece mi voluntad de no repetir una y otra vez esa experiencia. ¿Será adicción?
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