Arrogancia,
altanería, altivez, soberbia…, no son pocas las palabras de las que disponemos
para referirnos al envanecimiento o apetito desordenado que puede mostrar
alguien por presentarse de forma sobresaliente en cualquier ámbito de su vida,
para ser reconocido en una posición predominante, pero lo llamemos como lo
llamemos no es sino un orgullo desmedido que proyecta todo aquel que se
considera perteneciente a una clase superior.
Pero la arrogancia
o soberbia no solo se da en el terreno de la presuntuosidad porque alguien
infle su autovaloración llegándose a creer estar por encima de otros, también
lo hace en el territorio del desprecio con el objetivo de humillar o rebajar a
otros para que se sientan inferiores, débiles o incompetentes.
La arrogancia es
como un pedestal sobre el que de forma voluntaria se coloca el soberbio para
“tapar sus vergüenzas”, incluso sus complejos, pero lejos de alcanzar el
reconocimiento colectivo, como pretende, le conduce al aislamiento y en
consecuencia a la negación del calor, cariño y aprobación de los demás.
La arrogancia
también puede conducir a una postura impertinente y engreída y admitiendo que
nunca es deseable, lo es menos aun cuando proviene de un éxito efímero u
ocasional y no fruto de conductas planificadas y conscientes, esas que en
cualquier caso podrían justificar el éxito aunque no la arrogancia si esta
aflora.
Ser arrogante nunca
es la mejor manera de actuar, solo transmite petulancia e insensibilidad hacia
quién te rodea. La arrogancia es una concepción errónea de la competitividad
vital entre personas que nos puede llevar a sustituir el respeto y la nobleza
por el egoísmo y la mezquindad. Esta última reflexión me ha hecho recordar una
historia que me hizo pensar:
“En clase el profesor se dirige a un alumno y le
pregunta: ¿Cuántos riñones tenemos?
¡Cuatro!, responde el alumno ¿Cuatro? El profesor
llama al conserje y en un acto de clara arrogancia le pide un saco de pienso,
para el burro que tiene en clase.
¡Y para mí un café!, le dice el alumno al conserje.
El profesor enojado expulsó de forma airada al
alumno de clase, pero la audacia del alumno le llevó a corregir al furioso
profesor.
Usted me preguntó cuántos riñones tenemos, tenemos
cuatro, dos míos y dos suyos, porque “tenemos” es una expresión que habla en
plural.
¡Qué tenga buen provecho y disfrute del pienso,
señor profesor!”
Estamos rodeados de
arrogantes, incluso nosotros mismos nos encontramos una y otra vez al borde de
dicha conducta. Si en alguna ocasión no crees recibir los privilegios y
reconocimientos que mereces, por parte de tu entorno, revisa tus metas y tus
acciones, puede que seas tú el equivocado y no los demás, puede que estés a las
puertas de la arrogancia.
No soy muy de dar
consejos, pero lanzaría una recomendación: “No ser nunca arrogante con los
humildes, ni humilde con los arrogantes”.
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