Podríamos decir que el ruido es todo sonido no deseado
que nos provoca una sensación auditiva desagradable, lo que nos lleva a que un mismo sonido, según las preferencias del receptor, pueda ser considerado o no como ruido.
El ruido puede ser autoinfringido
lo que te convierte en causa y víctima de él, un claro ejemplo lo encontramos
en el uso de electrodomésticos como la aspiradora o el secador de pelo, o
simplemente víctima cuando el ruido es ajeno e independiente de nuestra
voluntad.
El ruido, sea
propio o ajeno, siempre es un elemento invasivo; mientras el ruido ajeno puede
llegar a molestarnos, el propio puede llegar a incomodar a otros y es que no
debemos olvidar que el ruido, al igual que el humo del tabaco o el dióxido de
carbono de los vehículos, se propaga por el aire, un patrimonio público de uso
común, que no pertenece a nadie en particular sino a la sociedad en su conjunto.
La condición de
bien público niega a las personas el derecho ilimitado a propagar, humos, gases
o ruidos a discreción, como si estos se limitaran a su propiedad privada; por
el contrario, tenemos la obligación de utilizar dicho bien común de forma
responsable sin arrogarnos un derecho que no nos corresponde, en detrimento del
resto de la sociedad.
Con independencia
de la contaminación acústica, altamente reprobable y nociva sobre todo en las
grandes ciudades, las personas mantenemos un diálogo interno y casi permanente
con nosotros mismos, es un ruido habitual e insistente en forma de voces en
nuestra cabeza y de las que no siempre somos conscientes, es como tener una
radio encendida en nuestro interior todos los días y con frecuencias diferentes
lo que puede distorsionar nuestra experiencia de la vida.
Esa conversación en
el interior de cada uno de nosotros mismos, próxima al monólogo, termina
configurándose como un ruido que nos hace desperdiciar una cantidad importante
de tiempo, atención y energía, generalmente en acontecimientos menores o
imágenes diseñadas desde nuestras dudas, temores o inseguridades.
Ese diálogo
interior (que yo llamo ruido emocional) permanece con nosotros desde que nos
despertamos hasta que nos dormimos y durante ese periodo de vigilia estamos
juzgando a las personas, planeando, cotilleando y conversando mentalmente con
todo y todos los que nos rodean, lógicamente de forma simultánea a la tarea que
en cada momento nos corresponda desempeñar o atender.
El carrusel mental
gira y gira y la conversación interna no se detiene mientras la mente se
encarga de recrear las escenas e imágenes condicionadas por viejas creencias,
valores y experiencias adquiridas previamente y eso hace ruido ¡Mucho ruido!,
un importante espacio de nuestra mente se ocupa de suponer, conjeturar y
concluir lo que perturba y aminora nuestra capacidad de “ver” sin juzgar.
El diálogo interior
está bien en ocasiones, pero la mayoría de las veces es un parloteo incesante e
inútil que distrae la atención de lo que estamos haciendo en cada momento.
Admito la dificultad de desconectar la radio interna, que nos viene incorporada
de serie, de conseguirlo nuestra mente descansaría y nuestra visión sería más
objetiva.
La única fórmula
efectiva que conozco para desactivar ese ruido interno es la meditación, algo
que confieso que me resulta inalcanzable y cuya dificultad bien conocen quienes
la practican. Cuando lo imposible no es posible solo queda la alternativa del
uso de sucedáneos y desde luego el más importante pasa por reconocer y admitir
que “el ruido” existe y nos conduce a actuar conforme a juicios cuando lo
deseable es hacerlo en función de hechos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario