¡Quién puede decir
que tiene o ha tenido un maestro accesible del que nutrirse, tiene un tesoro!
La relación profesores – maestros es similar a la de conocidos – verdaderos
amigos, todos tenemos muchos conocidos, unos mejores y otros peores, pero
amigos verdaderos pocos, se pueden contar con los dedos de una mano y sobrará
alguno; profesores muchos, unos buenos y otros no tanto pero en el caso de los
maestros aún pueden sobrar más dedos, a veces todos. Si yo hablo desde mi
concepción de “maestro” he de decir que solo he tenido uno en mi vida.
Superadas mis
primeras seis décadas de vida y no habiendo dejado de estudiar nunca, puedo
decir que he conocido un sinfín de profesores; unos muy buenos, otros regulares
y algunos que preferiblemente deberían haber elegido otra actividad
profesional, pero en cualquier caso quiero manifestar mi agradecimiento a todos
ellos y mi reconocimiento de excelencia a unos cuantos, lo cierto es que la
mayoría de ellos pusieron su esfuerzo y sacrificio al servicio de mi educación
académica y sería injusto no recordarlo ni reconocerlo.
El ejercicio del
profesorado requiere de un espacio de autoridad y si es cierto que mientras que
el poder se confiere y la autoridad hay que ganarla, también lo es que puede
venir cercenada, en mi opinión y para empezar el propio sistema emite señales
de no considerarla una profesión de prestigio, lo que la desatiende y empuja a
pasar desapercibida e infravalorada y a esto habría que añadir el cambio
actitudinal de las familias: en mi época lo que decía el profesor “iba a misa”,
hoy parece el anticristo; antes no se permitía hablar al alumno, ahora el
sistema amordaza y muchas familias amenazan al profesor. Una vez más “la ley
del péndulo” ¿Cuándo nos daremos cuenta que los extremos nunca son la mejor
solución?
Puede que para
muchos sea así, pero, tal y como yo lo concibo, profesor y maestro no son
seudónimos, hay grandes diferencias entre ellos, por ejemplo:
Un profesor enseña
conocimientos transmitiendo el contenido de la materia que imparte y conforme
un programa preestablecido e impuesto; un maestro procura enseñar todo lo que
sabe, basado en toda una vida de experiencia y aprendizaje.
Un profesor nunca
se equivoca, si está escrito en el libro es que es así, por lo que nadie
discute sus afirmaciones; un maestro está siempre abierto a una sana discusión
y basa su sabiduría en los errores cometidos en el pasado y evoluciona en
función de los que está por cometer.
Un profesor se ve
obligado a cambiar de materia o contenido según la legislación vigente que
además le estipula el tiempo de permanencia, en cada jornada, con sus alumnos;
un maestro cambia en función de su experiencia vital y resulta ser “un 24 horas”.
Un profesor ve
circunscrita la materia a impartir o su contenido a la corriente del momento,
un maestro enseña a pensar y, por tanto, a crear tu propia corriente.
Un gran profesor
puede ser el que más te enseña, un gran maestro es el que da lo mejor de sí
mismo.
En definitiva, un
profesor enseña y es mejor o no en función de su grado de cumplimiento con el
deber y responsabilidad que su dedicación requiere; un maestro comparte y tiene
un compromiso de vida, un compromiso de acompañar a quién desea, pues si los
alumnos se asignan, los discípulos se eligen.
Yo perdí
terrenalmente a mi maestro ya hace unos cuantos años pero su presencia
perdurará para siempre, y aun recuerdo nuestras conversaciones, esos espacios
de reflexión y libertad que siempre lograban abrir ante mí nuevas
oportunidades, nuevos horizontes; que no siempre me lo puso fácil y que me
empujó una y otra vez a dudar de mis convicciones, por eso aún sigo “hablando
con el maestro, ¡Mi Maestro!”.
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