En la vida hay dos
tipos de decisiones: Las que tomamos continuamente de forma mecánica y sin
necesidad de tomar consciencia de ellas, que generalmente identificamos como
hábitos y las que nos exigen un plus de voluntad, estas últimas nos resultan
más fácil de formular que de llevar a cabo, pero…, unas y otras forman parte de
nuestra vida: La vida que llevo hoy es el resultado de las decisiones que tomé
en el pasado y la vida que llevaré en el futuro tendrá mucho que ver con las
decisiones que tomo cada día.
No voy a negar que
toda toma de decisiones implica un riesgo, pero solo nuestros miedos nos niegan
el derecho a equivocarnos; un derecho que acuña y moldea nuestro carácter a
través de los aciertos o errores, pues de todo se puede aprender, disfrutando
de la grata sensación del acierto o poniéndonos a prueba ante la necesidad o
conveniencia de la rectificación.
El reverso de la
decisión es la indecisión y si la primera nos genera ciertos niveles de
incertidumbre e incluso de posible zozobra, la segunda siempre nos empujará
hacia caminos desconocidos, incluso puede que hacia caminos no deseados. La
indecisión no refleja nada más que una parálisis vital, ¡Pero si algo no se
para es el tiempo!, tu indecisión obligará “al tiempo” a tomar decisiones por
ti y sean las que sean no te pertenecen y sus resultados tampoco y da igual si
son buenos o malos, solo serán fruto de la suerte o del infortunio, ¿Dónde
estabas tú?
¿Qué hay detrás de
la indecisión? ¿Vacilación, timidez, inseguridad…? Sea lo que sea acaba
suponiendo un menoscabo en lo que solemos reconocer como personalidad, un
apocamiento que evita que podamos considerarnos nuestro propio “álter ego”, es
como la necesidad de que alguien nos aporte la decisión correcta, como si nos
prescribiese la receta adecuada, la gran cuestión es: ¿Pretendemos traspasar la
responsabilidad de la decisión, supuestamente nuestra, a quién nos aconseja? Es
como un “bueno me dijo…”, “yo no estaba
convencido…”, “me dejé llevar…”
Las personas
indecisas temen tanto equivocarse que viven en la equivocación, se refugian en
eludir la toma de decisiones. En mi proceso de educación se me inculcó que la
quietud era una forma de afrontar el riesgo o la duda del resultado, hoy se que
era una doctrina errónea, la vida me ha enseñado que ante la duda lo primero a
vencer es la paralización y pasar a la acción.
Desde luego no me
he vuelto loco y por supuesto que no promulgo un “hacer por hacer”, creo que la
toma de decisiones que merece ser rápida, libre y con buenas dosis de pasión,
no puede olvidar que ha de ser reflexiva y responsable. Es preciso definir lo
que quiero y asumir un compromiso con la forma de conseguirlo.
Quisiera dejar
claro que mi apuesta no pasa por un ejercicio de frivolidad, ni por una
conducta aventurera; admito que el terreno de las decisiones nos conduce
frecuentemente por territorios inéditos, por lo que nos debe obligar a
potenciar el autocontrol y la responsabilidad personal, pero nunca a escamotear
nuestra propia realidad. Quienes somos, lo que somos y lo que pretendemos ser,
es un espacio de exigencia que obliga a tomar decisiones.
Todo objetivo en la
vida, y la decisión que su logro nos pide, conlleva algo de riesgo, tratar de
evitar ese riesgo al negarnos la opción de decidir, solo permitirá diferir las
consecuencias y el riesgo no se desvanecerá ¿Qué nos depararán las decisiones
que no hemos tomado?
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