En alguna ocasión he aludido o mencionado en mis
entradas a “la zona de confort” pero, realmente que es, o que entiendo bajo
dicha denominación.
Conforme al diccionario de la RAE, hemos de entender
por confort aquello que produce bienestar y comodidades y si consideramos que
una zona es una superficie encuadrada entre ciertos límites, “zona de confort”
debería representar ese espacio en el que nos sentimos cómodos y que nos
proporciona un determinado bienestar, sin embargo, ese estado de ánimo puede
resultar temporal o engañoso y que desde ese aparente estado de bienestar se
originen acciones o reacciones que lleguen a suponer cierto desasosiego o frustración.
La zona de confort es un espacio mental, y por
supuesto emocional, que las personas construimos, fundamentalmente, a base de
creencias y hábitos, esto nos permite movernos entre aquello a lo que estamos
acostumbrados lo que nos proporciona una indudable sensación de seguridad y
control, pero también nos encadena a la rutina, clara enemiga de la evolución y
el cambio.
Albert Einstein dijo: “Si buscas resultados
distintos, no hagas siempre lo mismo”; esto que suena razonable supone un misil
directo a la línea de flotación de la zona de confort y aunque en un esfuerzo
de racionalización lleguemos a admitir que más allá de ella puede encontrarse
el cambio, como motor de mejoras y progreso, no amortiguaremos la sensación de
ansiedad e incertidumbre que nos genera lo desconocido.
Esta idea es la que conduce a acuñar el concepto de
“salir de la zona de confort”, un ejercicio nada desdeñable pues obliga a
admitir la pérdida de la pretendida estabilidad a la que estamos acostumbrados;
superar algunas de nuestras creencias y modificar algunos de nuestros hábitos
nos puede conducir a sentir una especie de vértigo. Es como dar un paso hacia
adelante, acabamos de romper el equilibrio de tener ambos pies en el suelo y no
lo recobramos hasta volverlo a posar, pero esa acción nos ha permitido avanzar,
esto que forma parte de nuestros hábitos motores para desplazarnos no nos crea
ninguna perturbación.
Sin embargo, si hemos de hacer algo parecido para
crecer o progresar en nuestros objetivos o metas, surgen los frenos y las dudas
y si nos pillan con el pie levantado podemos llegar a pensar que podemos perder
el equilibrio, algo que debemos evitar para no caer o peor aun para no volver
el pie hacia atrás abortando el cambio que pretendíamos, es preciso romper esas
barreras, básicamente emocionales, y volver a colocar el pie en el suelo
alcanzando ese paso y los siguientes, tantos como sean precisos para propiciar
nuestro crecimiento personal.
En mi opinión este concepto no resulta nada baladí y
nos plantea una clara dicotomía: podemos elegir entre estar dispuestos a salir
de la zona de confort, cuando sea preciso, en pos del progreso y el crecimiento
personal o permanecer en ella renunciando a gestionar lo que desearíamos que
fuese nuestra vida.
Salir de la zona de confort duele, pero es un dolor
emocional y por tanto gestionable. Eludirlo representa la renuncia a la mejora
y desarrollo personal, pero sin duda es una decisión personal que cada uno ha
de tomar. ¡Tú eliges!, entre la pretendida comodidad de tu torre de marfil o la
incomodidad del esfuerzo del nada fácil camino del crecimiento personal, fuente
de riqueza propia y regalo para los demás.