El odio se describe con frecuencia como lo contrario
del amor o la amistad, como algo reprobable desde el punto de vista racional
por ser una emoción que impide el diálogo y con ello condena al no
entendimiento, esto imposibilitará la construcción de un espacio compartido con
la persona o cosa que se odia.
Mientras que emociones positivas como el amor nos
aportan paz, el odio nos abastece de enojo, ira y hostilidad; la secuencia nos
conduce a un estado de ánimo que suscita nuestro malestar (enojo), que nos
puede conducir a una furia o deseo de venganza (ira), que culminará en una
conducta agresiva (hostilidad).
Hace algún tiempo escuché una conversación entre dos
personas que hablaban sobre el estado de salud de una tercera, una de ellas
diagnosticó que la raíz de sus males y razón de su enfermedad residía en que
siempre estaba de mal humor, rebosaba odio y no quería a nadie, ¡Está enferma
de mala!, decía; me pareció un simple cotilleo, pero con el paso del tiempo
aquella conversación fue ganando terreno en mí y hoy me parece bastante
acertada ¡El odio, motivado o no, es nocivo para la salud!
Todo ello me ha llevado a reflexionar sobre el odio
y que lo desencadena; creo que solo se puede llegar a odiar aquello que
previamente se ha amado o deseado, el odio es el fruto del desengaño, nace
cuando nuestras expectativas (de las que solo nosotros somos responsables)
resultan frustradas, la gran pregunta es ¿Han sido destruidas o eran
infundadas? En cualquier caso el odio genera antipatía, disgusto, aversión,
rencor y toda una serie de emociones negativas y limitantes para nuestro
bienestar.
Pero también he llegado al convencimiento de que el
odio puede llegar a no ser censurable, sino comprensible y tolerable si se
gestiona desde la autoprotección del ego, no en vano forma parte de nuestro
repertorio emocional, es cuando el odio se muestra como respuesta, válvula de
escape o resentimiento ante una injusticia o abuso, aunque requiere ser
gestionado adecuadamente y actuar desde la reclamación y no desde la simple
queja.
También podemos encontrar el odio en un ámbito menos
perverso, quizás en una metáfora lingüística que pretende subrayar el rechazo
que nos produce algo que nos lleva a sentirnos engañados, por ejemplo, “yo
odio” las ofertas comerciales que anuncian el precio de una cosa o servicio con
un ¡Desde…!, proponiéndonos un precio al que hay que ir sumándole nuevos
importes, algunos inevitables, en caso de que necesites…, si lo vas a utilizar
para…, si deseas que pueda…, etc., etc., etc., …
Nadie nos enseña a odiar pero es fácil aprender,
solo es preciso sentirse seguro de tener razón, de que nosotros somos “el
bueno” y por tanto “la víctima”; nuestro espacio cognitivo nos exige imponernos
a todo lo que nos contradice y si lo hacemos de forma desmesurada estamos en el
umbral del odio. Por el contrario, resulta menos fácil dejar de odiar, requiere
de una mente abierta y una voluntad clara.
Las personas solemos tender a ser básicos, en
ocasiones egoístas y siempre, queramos o no, emocionales, esto hace que en
nuestro equipaje haya carencias, generalmente de aprecio, consideración y
respeto hacia los demás, lo que nos puede llevar a convertirnos en el origen
del odio de otros cuando de forma pretenciosa tratamos de apabullar con nuestro
talento o nuestros logros.
Si somos nosotros “los picados por el odio” el
antídoto está en el alejamiento, es decir, se trata de poner distancia entre
nosotros y la persona o cosa que nos causa aversión; el poeta Amado Nervo dijo:
“Sí una espina me hiere, me alejo, pero no la aborrezco”.
Si puedes liberar tu mente del odio, sin duda,
vivirás más y mejor. La cuestión es quererlo y hacer algo al respecto para
lograrlo. ¡Piénsalo!