Como seres imperfectos que afortunadamente somos, cometemos errores y nuestras equivocaciones pueden perjudicarnos a nosotros mismos y/o a otros, desde luego la equivocación no nos convierte en peores o malas personas, nuestra condición humana no nos la confiere el error si no la intencionalidad de nuestras acciones, y evidentemente no es justificable un comportamiento torticero, pero en el otro extremo encontramos la duda de si es perdonable todo lo que hacemos desde nuestro concepto de “con las mejores intenciones”. Enfrentarse a esta pregunta no es baladí, exige coraje y sinceridad con uno mismo, evaluar si nuestra conducta es censurable o no pasa por revisar nuestro marco ético y moral, explorar nuestros valores y creencias, cuestionar nuestros prejuicios y en definitiva estar dispuestos a rectificar si es preciso y aprender de ello. Solo ese es el camino para perdonarse por un error y poder olvidar que lo cometimos, ante la sensación de que no nos volverá a suceder.
El engaño proviene del hecho de convencernos de que no volveremos a errar, sin la mínima reflexión, obviando si el error cometido proviene de una involuntaria omisión o de una convicción. Nuestra autoevaluación no debe resultar un juicio sumarísimo, por supuesto que no debe estar presidida por la condescendencia, pero tampoco por el victimismo ni el fatalismo, no se trata de expiar una falta mediante una dura condena, sino de propiciar de forma equilibrada la transformación de aquello que concluyas que ha de ser corregido en tu panel de valores, sin exacerbación ni dejación, tanto el exceso de castigo como una sobredosis de complacencia atentan contra la autoestima, debilitan el sentimiento de responsabilidad y acrecientan el de culpabilidad.
Un día alguien me dijo: “El que hagas una tontería, no te convierte en tonto”. Es una frase que he repetido una y mil veces, bien aplicándomela a mi mismo si considero haber tenido exceso de dureza en la evaluación de mis acciones, bien cuando creo que alguien se está juzgando injustamente aplicando niveles de exigencia desmedidos.
Todo ello me llevó a mi actual receta (que no consejo) que hoy deseo compartir con todos vosotros:
- Para evaluar mis acciones primero trato de juzgar los hechos antes que a mí mismo.
- Trato de mantener una actitud sincera, sin engaños ni reproches, ambos son inútiles.
- Asumo que no soy lo que hago; lo que hago puedo mejorarlo si consigo juzgarme de manera correcta.
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