Sí, un año nuevo,
en este caso el 2014, lo que nos hace compartir unas fechas en los que mucha
gente aprovecha para desear felicidad y salud a todos sus familiares y amigos,
incluso en aquellos casos en que dudosamente sean deseos sinceros pero que la
costumbre y protocolo del momento imponen.
Desde luego, en
estos momentos, no es mi intención añadir mis “parabienes” a tan saturado
espacio de buenos deseos y no porque no me encuentre identificado con ellos, y
aunque es frecuente oír eso de que “lo que abunda no daña”, no es mi intención
“abundar”.
Lo que si pretendo
es hablar de esa pujanza que nos hace sentir todo principio de año, es como una
fuerza que transmite el convencimiento de que por fin estamos ante la
oportunidad de que nuestros anhelos vayan tomando forma. Se trata de una
energía potente que nos hace vibrar ante la posibilidad de alcanzar los
resultados deseados, y que este año así será.
De pronto sientes
la capacidad de poder comportarte como esos productos milagrosos que denominan
“multiacción”, ¡Te aplicas, como ellos, y el resultado surge! Es como un
“Zaaassss” y todo sucede según lo esperado. Sientes la potencia de esos
productos prodigiosos que sin esfuerzo alguno eliminan a fondo cualquier
suciedad.
Si hablamos de un
detergente para ropa elimina las manchas, suaviza las prendas y protege los
colores, puede ser un producto que desinfecte, desengrase y abrillante, y en
todo caso y haga lo que haga siempre nos ofrecerá un resultado final
convenientemente perfumado, vamos que si te crees toda la publicidad hay casos
en que solo es preciso enseñar la etiqueta para lograr el portento.
Volviendo a
nosotros mismos, la confianza de que por fin este será el año esperado nos
transmite tal energía que se nos escapa la euforia por los poros, desaparecen
nuestras reservas y discreciones y gritamos a los cuatro vientos las
excelencias que vamos a lograr. Se lo contamos a todo tipo de familiares,
supuestos amigos, vecinos, compañeros de trabajo e incluso a gente que nos cae
bien, que sabemos que confiarán en nosotros y que nos ayudarán si lo consideran
preciso.
Esto nos hace
contraer una deuda con quienes confían en nosotros y nos apoyan, pero también
con nosotros mismos y en especial con nuestra propia autoestima, es ahí donde
empiezan a pesar nuestras responsabilidades y surgen los primeros temores:
¿Habré sido demasiado ambicioso? ¿Mi locuacidad fue pertinente o impertinente?
Poco a poco
empezamos a comprobar que enseñar la etiqueta no es suficiente, que los
resultados no llegan sin esfuerzo, ¡Vamos que hay que restregar!, y no poco,
que los objetivos que anunciamos a “bombo y platillo” pueden llegar a suponer
un delirio de grandeza que formulamos desde momentos de optimismo desmesurado e
irreflexivo.
Menos mal que nos
quedan atenuantes como la mala suerte, lo inadecuado del momento,
circunstancias inesperadas, un siempre pensé que sería de otra manera, etc.,
etc., etc. ¿Argumentos o justificaciones?, ¿Razones o disculpas?, ¿Convencen a
los demás?, ¿Te convencen a ti?
Nuestros motivos
pueden llegar a ser convincentes ante los demás, incluso pueden suponer razones
suficientes ante nuestro propio ego, pero hay algo nada fácil de convencer como
es nuestra mayor intimidad, eso que solemos llamar autoestima. Lo cierto es que
se me ocurren unos cuantos argumentos de apariencia irrefutables, al menos ante
los demás, ¿Cuáles se te ocurren para hacerlo ante ti mismo?
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